[Erika Brockmann]
Desde el FARO EL DIARIO 17-05-2012
Violencia política sin resarcimiento: ingratitud y olvido
Más de 50 días persisten en
su vigilia frente al Ministerio de Justicia. En medio de las protestas urbanas
su voz se escucha lejana. Me refiero a la Plataforma de luchadores sociales
víctimas de la violencia política que exigen el cumplimiento de la ley Nº
2.640, de Resarcimiento Excepcional a Víctimas de la Violencia Política durante
gobiernos inconstitucionales. Curiosamente, la ley fue una iniciativa del
gobierno presidido por Hugo Banzer y promulgada por el presidente Carlos Mesa
en marzo del año 2004. Siete años después, el gobierno del MAS, tributario de
las conquistas democráticas ignora la protesta, y restringe el acceso a este
derecho. ¡Vaya paradojas de nuestra historia y del Estado Plurinacional!
Bolivia fue uno de los
últimos países de la región en aprobar este instrumento concebido como un acto
de
Justicia y reparación a
quienes experimentaron formas diversas y extremas de violencia política durante
pasadas dictaduras. Fui testigo de los variopintos argumentos que motivaron la
ley y limitaron progresivamente su alcance debido a la suma perniciosa de
carencias financieras, desconfianza, sectarismo partidario y división entre dos
organizaciones que disputaban la representación de las víctimas y su inclusión
formal en la Comisión Calificadora.
Hoy no resisto la tentación
de mirar autocríticamente la actitud que como Estado y sociedad tuvimos y aún
tenemos respecto a los protagonistas que hicieron posible la inauguración del
ciclo democrático imperfecto, pero inédito en nuestra historia. Lo hago a
partir de la comparación con lo ocurrido en otros Estados que, como el chileno,
asumieron con voluntad política la reparación universal plena y efectiva del
derecho al resarcimiento, ampliando lo favorable y restringiendo lo odioso.
En Bolivia, pese a ser un
derecho internacionalmente reconocido se censuró éticamente la recepción de
recompensa por una lucha que se abrazó con convicción desinteresada. Se acusó
de oportunistas a ex presos y exilados radicados en el exterior, lo que derivó
en la exclusión de quienes no retornaron al país hasta 1984. Se marginó también
a las víctimas que ejercieron algún cargo jerárquico o de representación
política durante los gobiernos democráticos. En fin, presumimos mala fe, siendo
inocultable nuestra persistente ingratitud y mezquina manera de valorar nuestra
historia, a sus protagonistas, la política y la función pública.
Lo que hoy sorprende es la
actitud oficial que recorta de manera insensible este derecho, mientras que,
coherentes con nuestra tradicional desconfianza colectiva, los afectados
demandan una auditoria al proceso de calificación que desencadenó la protesta.
¿No era lógico que el gobierno del cambio y del pregonado superávit financie la
mayor parte de las obligaciones, sin esperar el apoyo internacional al que
aludía la ley en tiempos de escasez?
¿Se intenta enterrar en el
olvido las luchas que hicieron posible la apertura democrática?
¡Qué difícil resulta
erradicar la intolerancia y las pulsiones autoritarias! Y es que los mentores
del cambio conciben la política como campo de “lucha permanente”, sin valorar
ni dar espacio alguno a la deliberación democrática. Lo ocurrido con la
diputada Revollo, la penalización de la actividad política y la agresión
sufrida por la enfermera Boyán durante la protesta médica expresan poco apego
al pluralismo consustancial a todo orden democrático. Lamentablemente, los
cambios también son regresivos.
La
autora es psicóloga, politóloga y ex parlamentaria.
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